domingo, diciembre 05, 2004

David

Cuanto peor, mejor. Así fui educado. Nada me asusta, nada me deprime. Mi voluntad- una fuerza que he aprendido desde muy joven a manejar- se me revela siempre como poderosa, inamovible, rígida casi. Soy duro, primero conmigo mismo. No me perdono flaquear, dudar, debilitarme en la ambigüedad. La indecisión es mi enemigo. He aprendido a templar bien la voz, que me sale profunda, grave y sin quiebres: lisa y poderosa.
De chico me despertaba a la madrugada para presenciar el nacimiento del día y antes de que el resto saliera de su sueño, yo estaba ahí, anticipando a todos, al frío de la madrugada, saludando al Sol.
Supe correr decenas de kilómetros, trepar muros verticales, fortalecer mis músculos en el potro. Supe castigarme en ayunos, dietas mínimas, marchas forzadas, jornadas interminables.

Ahora, sin embargo, me pregunto para qué.
Me invade la incertidumbre, la temida confusión, el vacío de la indecisión. Es como si nada fuera suficiente: ningún sacrificio nos salva de la duda.
Dudo de mi inmortalidad, ante todo. Sé que mis músculos se doblegarán vencidos al final, junto con mi andamiaje de huesos. Eso es inevitable, no es novedad. Pero siempre creí en una forma de persistencia: una impronta, un estilo, un rastro que otras generaciones sabrán reconocer.

¿Seré vencido por el pastor? Esa es la inseguridad que me acosa en este momento, ante los ojos de mi gente, a punto de entrar en la pelea.
Si es así, ¿Persistirá mi recuerdo? ¿Sabrá el Mundo que no fui malo? ¿Podré resucitar en cada joven resuelto, o solo seré sombra y signo de burla, un ridículo gigantón de rodillas, vencido por la astucia? Dios no lo permita. Me entrego a Su voluntad, angustiado en el presentimiento de un mal final.
Pero es tan pequeño el pastor hebreo, sin espada y sin escudo, solo con una mínima honda... ¿cómo me vencerá? Dudas, titubeos de un alma ya dominada.