sábado, diciembre 11, 2004

Síntomas de vejez

Nací en Siena, en 1254. Hoy tengo 749 años. ¿Increíble no? A ver estamos en 2003, menos 1254, sí, exactamente setecientos cuarentinueve años. Cuando me preguntan si estoy cansado de vivir, si deseo por fin, abandonar la lucha y mecerme en alguna paradisíaca nube tocando la lira, me río, muestro mis agujereadas muelas y grito a toda voz:
- ¡NOO! No estoy preparado, necesito aun conocer tantos lugares y personas, y libros y melodías. Cómo pretenden que quiera irme de este Mundo a inciertos paraísos, o peor aún, a hogueras eternas. No señores, me considero aun un novato en el Universo. Dicen que tiene unos quince mil millones de años: y se asustan de mi pobre record, aun por debajo de los mil años?
Pero en estos últimos tiempos, al fin, estoy algo cansado.
Si leemos aquel viejo libro, la Biblia, sabremos que antes no solo Matusalén fue un fenómeno de longevidad: el mismo Abraham supo durar varios siglos. Digamos que yo, Enrique Dávila Medici (sí, algo que ver con los Medici) soy un heredero de la augusta tradición de los longevos que tanto abundaban siglos ha.
Y me tiene sin cuidado la opinión común, que me considera un exceso, un mal ejemplo, para los simples mortales que no suelen pasar de los 70 u 80 años, pobres chicos que mueren apenas comienzan a entender como es este maravilloso y complejo mundo.
Recuerdo que al cumplir los noventa y tantos, me deprimí. Por aquellos años, la peste Negra, la plaga más asesina que pasó por Europa, ya había liquidado la tercera parte de la humanidad del Continente. Los ricos se refugiaban en sus haciendas campestres, donde se divertían narrando historias audaces, procaces y divertidas. Los pobres se asfixiaban en el aire pútrido de las ciudades y morían de a miles. Otros, buscando culpables, asesinaban a los judíos en sus casas y a las viejas brujas en sus escondites.
Yo me encerré con un amigo rico en su finca y la pasamos muy bien; recuerdo haberle sugerido tomar nota de los cuentos que para entretenernos narrábamos noche a noche, y publicarlos. Nunca me agradeció el consejo. Bueno, a lo que iba: me deprimí porque vi que la muerte me circundaba, me rozaba, insolente. Pensé que mi hora estaba pronta, con tantos años y en medio de la peor plaga del siglo. Pero la muerte pasó de largo, jugueteó con cuarentones y doncellas, se metió en la cama de nobles y curas, de soldados y labriegos, pero me respetó.
Me dispuse a pasar mis últimos años y me dirigí a un dulce país de cálido clima, la vieja Vandalucía. Málaca fue la ciudad escogida por mí para ver llegar al ángel exterminador. Cuarenta años esperando en vano. Otros ochenta, y nada. Me había casi aburrido de vivir cuando comenzó a circular un rumor en las cantinas: un marino Ibicenco o Genovés, seguramente Marrano, llamaba a tripular una singular expedición destinada a cruzar el Mar Océano y retornar por la espalda, por la China y la India. Me gustó la loca idea y me anoté en la leva.
No voy a contar mi historia. Se imaginan. Decenas y decenas de tomos relatando las nimiedades que llenaron mis siglos...A quien le interesará saber donde estaba y que había comido el día en que...San Martín cruzó los Andes o Napoleón se autocoronó Emperador. No, lo mío no es narrar: lo mío es vivir: abrir grandes los ojos, limpiarme las orejas para escuchar bien y dedicarme a disfrutar el espectáculo de la vida.
Fui cura, deshollinador, enterrador, soldado, enfermero, periodista, albañil, ladrón, capitán de policía, herrero, aguatero, y peón de esquila en la Patagonia. Aprendí todos los idiomas del mundo, quizás con la excepción de los infinitos dialectos de la India y de Africa. Leí todos los libros. Participé en centenares de recitales musicales y conciertos. Charlé con Bach, padre, hacia 1735 y con Louis Armstrong una jornada en Harlem, hacia 1936. Aplaudí a John MacLoughlin en Madrid, en 1979, cuando tocó en trío con Paco de Lucía y Larry Corriel, luego suplantado por el demasiado mecánico Al Di Meola. Vi la obras de William en el Globe Theatre y leí con esmero el Quijote, mientras asesoraba a alguno de los Felipes de España sobre la mejor manera de negociar con La Compañía de Jesús en las colonias.
Fui bastante inútil en eso de aconsejar, con mi experiencia, a fin de impedir las insensateces recurrentes, las guerras, los exterminios. Escribí algunos artículos, cartas a diarios, cuando intuía que un conflicto amenazaba extenderse y transformarse en hecatombe, como la Primera Guerra, como las matanzas de aborígenes americanos, como Auschwitz, o el Gulag soviético. Era un simple hombre, solo, contra la maquinaria del poder y la ambición.
Viví. No hay duda.
Pero este año, repito, estoy algo cansado. No es que quiera irme de una vez por todas. Ya lo dije y lo proclamo: quiero seguir de este lado.
Es que me ha pasado algo terrible, inimaginable.
Vi pasar una muchacha en flor, moviendo sus curvas de un modo inocente y perverso al tiempo, con sus ojos prometiendo dichas de goce, cierta malicia y pechos duros y sensibles... Y mi corazón no se aceleró, no sentí ningún cosquilleo creciente en mi hombría. Seguía apagada, inerte y floja, como saciada y harta. Y eso no se tolera. Es la primera vez que me sucede: ¿no será síntoma irreversible de vejez?

30/06/04

1 Comments:

At 2:49 p. m., Blogger Unknown said...

Muy lindo..
Lo empecé a leer y me retuvo hasta el final.

Saludos!
Dani.

 

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