martes, junio 07, 2005

"Un destino en la planicie", Ganador del 3er. Premio, Concurso Audiolibro de Literatura Infantil

I
Desde temprano los Ñus saben que habrán de enfrentarse con el infierno en vida: el Cruce del Río.
A veces deben hacerlo antes de tiempo, aun débiles y timoratos. Todo depende de las lluvias, de la cantidad de brotes que haya, del hambre y las asechanzas de hienas y leones. En temporadas buenas, sobran las hojas tiernas, la vida se derrama en cada rincón de la Sabana, los predadores están hartos de carne y la sed es solo un recuerdo lejano. Pero en cuanto pasan varios meses sin lluvias- lo que misteriosamente sucede cada dos o tres temporadas- las cosas se ponen mal. Se secan los pastizales, las aves emigran, las hienas atacan a toda hora.
Es tiempo de marchar: los ancianos se miran y coinciden en dar la orden. Hay que ir a la planicie del Sur, hay que cruzar el gran Río. Se resignan, entonces, a ponerse en movimiento. Saben que muchos caerán antes de llegar al otro lado. Marchan, la cabeza gacha, los ojos sin expresión, sin ganas de mirar a los viejos amigos, a las crías jóvenes o de escapar de hienas o leones. Solo marchan. Como un destino inapelable, habrá que entregar la ofrenda de vidas individuales para salvar al conjunto.

Los Ñus son débiles; sus desgarbados cuerpos son la mejor prueba de ello. No le interesó al Gran Poder hacerlos rápidos como gacelas o poderosos como búfalos, ni mucho menos, hermosos como otros antílopes. Más bien, son escuálidos, de patas delgadas y excesivas que no les permiten escapar a los saltos ni resistir con sus cornadas al ataque del león.
En cambio, los dotó de un inextinguible deseo y una enorme capacidad de reproducirse: las hembras paren dos o tres terneros por año. Así, la sabana se cubre con el negro de sus lomos. Poco a poco desplazan por prepotencia de cantidad a antílopes, gacelas, búfalos y demás herbívoros. Crecen en número, se transforman en un enorme número, dentro del cual y para el cual viven los individuos, protegidos.

II

Desde el principio Nug, un ternero no diferente a otros miles, tuvo la exacta noción de su destino: aprendió que su vida como individuo valía muy poco y que lo importante era la manada, la comunidad, la especie.
A Nug le bastaba con mirar la planicie para comprender algunas verdades. Y así lo hizo desde el primer momento. Sin poder comunicarse más que con miradas y leves mugidos, supo que nadie se preocupaba en serio por su supervivencia. Su madre, al poco tiempo, ya se dedicaba a las nuevas crías. Así, pronto sus correrías lo llevaron a juntarse con adolescentes de su misma edad y traza, con los cuales observaba el mundo tratando de entenderlo. Veían la gracia de las gacelas, saltando y desafiando con su velocidad los zarpazos de hienas y guepardos. Veían la fuerza de los búfalos, con esa formación de cuernos que, dispuesta en abanico cerraba filas, impidiendo el asalto final de los leones. Y veían la torpeza de los Ñus, su lentitud y la nula protección que obtenían de sus congéneres cuando quedaban aislados, en los bordes de la mancha negra que cubría la pradera. La única defensa era sumergirse en la manada, ser rodeados por el número abismal.
Nug supo, oscuramente, tal como un rumiante puede razonar, que ese destino era indigno. Y que, en todo caso, él no iba a aceptarlo sin más. Lo decidió cuando hubo que cruzar el gran Río.

III







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Esa mañana Nug notó movimientos inusuales en la manada. Los adultos dando cabezazos a los menores, las hembras llamando a sus crías, los más jóvenes pateando, obsesivos, el suelo duro. Bufidos, rebuznos, mugidos, gritos, llamados y, de pronto, el galopar de miles de pezuñas haciendo temblar el suelo, un estruendo que no conocía y nunca olvidaría.
Siguió a los suyos, cerca de la madre y de los amigos, entre ellos Dong, una hembra de dos años. Bufando, llegaron cerca del Río. No lo veía aún pero lo olía: agua, peces de río, y miedo.
Cuando llegaron a la orilla, Nug vio que los primeros de la manada, audaces o presionados por la masa que los seguía, ya se habían metido en la corriente. Pisando el lodoso fondo, enredando sus patas en pastos subacuáticos, avanzaban como hechizados por la otra orilla. Nadaban, pese a los cocodrilos, que los aguardaban en mitad del cauce. Los enormes lagartos los rozaban, los enardecían de terror, obligándolos a adentrarse aún más en las aguas. Quizás pensaban que estaban muy cerca de la otra orilla, a punto de completar el cruce.
De esta forma, los primeros llegaron a la otra orilla, incitando así a la manada a seguirlos. Miles de Ñus se arrojaron, entonces, a las aguas, viendo que se podía llegar a la otra orilla. Decenas fueron engullidos por las fauces implacables de los cocodrilos.
Pero eso no fue lo peor. Las paredes, las bardas de la orilla – dos o tres metros verticales- son casi infranqueables. Nug vio como los que arribaban exhaustos a la mínima playa debían trepar esos metros para alcanzar la planicie. Y allí fue donde el espectáculo de una muerte indigna lo conmovió: las oleadas de recién llegados aplastaron a los primeros, los arrollaron en su desesperación. Se formó así una pendiente de cuerpos agonizantes que les permitió a los que llegaban trepar, pisar carne firme, y alcanzar la meta. Murieron decenas así, aplastados y sirviendo de piso a las oleadas aterrorizadas que seguían llegando.
El éxito del cruce se construía sobre los cadáveres de los primeros, de los más audaces, de aquellos que se lanzaron al río antes que nadie.

Nug se miró con Dong y prometieron, en silencio, no separarse. Pusieron sus cabezas sobre el lomo del compañero que los precedía y emprendieron el cruce. Al principio el terror casi los inmovilizó. Pero los de atrás los empujaban y, de a poco, fueron soltándose, cada vez más solos.
Ya en el cauce profundo la corriente los fue separando. Un enorme cocodrilo se interpuso entre ambos. En la angustia, Nug tomó una extraña decisión: retroceder.
Volvió atrás, a su orilla, rompiendo con la sangre y la herencia. Paralizado cerca de la playa, desde allí vio como la corriente se tragaba a su familia, como Dong eludía las fauces y se dejaba llevar por la corriente que, al parecer, la retornaba a la orilla.
Por último, vio cómo los que llegaban a la otra orilla pisoteaban a los caídos, cómo madres abandonaban a crías, hijos a padres y cómo todos, llenos de horror y vergüenza, pagaban tributo a su debilidad.


IV

Estaba extrañamente tranquilo. Había olido el miedo, había padecido el terror de la corriente, había asistido al fin de su familia: era tiempo de reponerse de tanto dolor. Se sentía extraño, alejado de un mandato de siglos, ajeno a los suyos, apartado de un destino común. Pero preparado para resistir: tuvo la certeza de que si lograba entender como sobrevivir esa noche única, inaugural, podría aspirar a un futuro.
Se acercó a otros rezagados que, acobardados o lúcidos, decidieron no cruzar y quedarse a probar suerte: tenían que reconocerse, aprender su olor, sus sonidos, si pretendían actuar como grupo.
Al poco rato, olieron a las hienas y las oyeron cuchichear ansiosas, hambrientas de sangre. La matanza fue rápida y eficaz. Unas pocas hienas diezmaron en poco tiempo al grupo. Nug trató de reaccionar, de reagrupar a los que huían azorados. Pero el terror de milenios fue más grande. Huyó, al fin, tan rápido y lejos como pudo. Pasó esa primera noche con los ojos abiertos, esperando el ataque, solo en la inmensa planicie, escuchando aullidos y risas lejanas.


V

Al amanecer, lo primero fue reunirse con los exiliados, los separados. Los llamó con un mugido largo, sostenido. Poco a poco, veintidós machos y diecisiete hembras se fueron congregando a su alrededor. Pocos viejos y pocas crías: casi todos jóvenes, en el esplendor, como Nug. Buscó a Dong, pero no la encontró. Sintió algo parecido a la nostalgia y la extrañó.
Nug supo que era jefe de aquellos náufragos cuando las hembras se le acercaron y más de un macho lo desafió a la pelea. Una mirada suya les bastó para que comprendieran que las cosas no estaban para juegos de territorio: había que aprender a sobrevivir, sin el abrigo del número.
Al atardecer, aparecieron nuevamente las hienas, atraídas por el estrépito y seguramente más hambrientas que las de la noche.
Esta vez, las esperaban. Nug recordó la técnica de los búfalos y dispuso alinearse en abanico, grupa con grupa, y resistir el terror, y al instinto de correr despavoridos hacia la nada.
—¡Juntos! —era su orden—, ¡juntos, o morimos todos!
El asedio empezó. La primera hiena, joven y audaz, recibió una coz en la cabeza que la dejó mareada y aullando, más de sorpresa que de dolor. Ocho hienas hambrientas y excitadas contra cuarenta Ñus, extrañamente coordinados.Era un combate no habitual. Las hienas atacaban a un Ñu, pero de inmediato eran rodeadas por diez o veinte pares de coces que hacían mella en su cuero. Dos hienas se prendieron del cuello de Nug, pero veinte compañeros se animaron a patearlas y cornearlas, y las atacantes supieron que convenía dejar tranquila a esa presa, por esta vez.
Finalmente las hienas se hicieron de un viejo ejemplar, al que consiguieron aislar y devoraron de prisa. Se fueron, rápidas, saciadas, dejando que las aves carroñeras terminaran con el cuero y los huesos.
Pero algo, imperceptible, se había instalado. Un cambio en la forma de defenderse, una autoridad distinta, una forma nueva de darse ánimos.


VI

Por la tarde, el grupo retozó, comió algo de la hierba amarillenta que quedaba.
A lo lejos Nug distinguió un Ñu que caminaba renqueante, hacia el grupo. Olfateó y pronto percibió un olor cercano y conocido. Sintió algo parecido a la alegría cuando Dong, lastimada pero viva, apoyó su cabeza en la base de su cuello, en señal de reconocimiento.
Nug hizo un balance: afortunadamente no había leones a la vista. Seguramente se habían retirado a las montañas, seguros de que en la sabana poco y nada quedaba luego del gran éxodo del día anterior. Estaba, sí, el grupo de hienas al que habían podido mantener a raya. Quizá sería posible, después de todo, sobrevivir por unos meses y esperar al cabo de ese tiempo, el regreso de la gran manada ancestral.
Ese día, único, quizás había comenzado a cambiar el destino.

©16-10-2003

2 Comments:

At 2:51 p. m., Anonymous Anónimo said...

Hola, está muy bueno, me gustó mucho la parte dramática del cruce del río.
Miriam

 
At 10:23 p. m., Blogger esteban said...

Gracias Miriam. Creo que toda historia tiene que tener un foco, un centro de gravedad. En este caso, es el Cruce del Rio, ¿no? Lo quise "filmar", más que "escribir". Me gusta haber logrado algo así.

 

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