domingo, abril 03, 2005

La agonía del Papa Sciavo

Por novecientos días, el Canal de las Noticias publicaba su ya ritual titular, “El Papa se Muere”. Los periodistas acampados desde siempre en la Plaza San Pedro ya ni siquiera apostaban su cena a cuando sería. Ente tanto, la gente común moría, sin tanta alharaca. Una lista impresionante de lideres mundiales, todos dolidos por la inminente muerte del Papa morían semanalmente y la prensa solo les dedicaba una líneas en páginas interiores. Cuando Bush mismo murió en 2014, apareció en página 12 de Página 12. El mundo solo miraba al Vaticano y allí, solo a las dos ventanas de los departamentos papales, cuyas luces no se apagaban desde 2011.

Los niños hacían ya preguntas inquietantes: “qué larga es la muerte mamí, ¿vos cuando empezaras a morirte?”. “ En las pelis la gente se muere en un segundo, pera aca desde que yo nací ese hombre se muere.”

Los canales habían agotado todas las bibliotecas, hemerotecas, cinematecas y colecciones privadas husmeando recuerdos del Papa Terencio Sciavo, popularmente conocido como “Terri”. Los ratings televisivos era casi inexistentes y la industria turística solo se movía hacia y desde Roma. La iglesias, vacías, la gente deprimida porque la noticias buenas nunca llegaban, y las malas, tampoco. El Mundo era un limbo, una enorme sala de espera donde las cosas nunca sucedían, todo era un simple sobrevivir hasta que El Gran Acontecimiento ocurriera. La vida solo tenía sentido si uno pudiera contarles a sus nietos: sí, yo estaba ahí cuando el Papa murió, me acuerdo perfectamente. Pero el Santo Hombre no moría y la vida estaba perdiendo significado para miles de millones de personas que se iban sin poder contarles el Acontecimiento a sus nietos.
Lo malo es que nadie recordaba exactamente cómo era en vida el Santo Padre. Los recuerdos se confundían con los documentales del tele, con lo cual uno no sabía si había visto al Papa o había visto el Noticiero con la llegada del Papa a Buenos Aires. Los teólogos, expertos vaticanistas y cardenales habían reemplazado a los actores y gente de la farándula en la tele. Manejaban programas especiales, diarios, con temas tales como “Veamos como es la sucesión papal”, “La infalibilidad del Papa y el dogma de la Sagrada Eucaristía”, “Juguemos a descubrir la Santísima Trinidad” , o programas de debate médico como “Cuantos años o siglos puede un papa agonizar”. Había también un reality show, donde varios cardenales simulaban estar en el Cónclave Vaticano y eran desechados o confirmados por las llamadas de los televidentes. El dicho más temido por los participantes era:
—Su eminencia, está nominado

En fin. Sin tele, sin Papa y sin sentido de vida, a los dos o tres años, la gente se volvió hacia creencias más abstractas y telúricas. Volvieron ciertos cultos a la piedra, a las estrellas, a cosas más permanentes que vidas que no se apagan pero que no brillan más. Una buena manera de evitar el dolor extra de llorar a un Papa (ya que tanto abunda el dolor en el mundo cotidiano: padres que se mueren, hijos que enferman, amigos que emigran, trabajos que desaparecen, juventud que se olvida, ideales que se enturbian) un buen método, digo, es amar y creer, por ejemplo, en las nubes. Siempre habrá nubes, hermosas y cambiantes. No envejecen ni mueren.

Cuando al fin se publicó la Infausta Nueva, nadie se apercibió. El Canal de las Noticias cambió el tiempo verbal de su titular (“El Papa se murió”) pero siguió emitiendo los documentales de siempre, mostrando un Papa joven y nadie supo deducir si el cuerpo que se mostraba en alguna capilla vaticana era el del Papa anterior (el polaco), o el del previo o el actual. Ya nadie recordaba bien nada.

La gente, las multitudes, tampoco parecían conmovidas: sus vidas habían cambiado tanto, estaban tan orientados a la contemplación de los astros , nubes y otras cosas perennes que solo algunos sonrieron aliviados, recordando, vagamente cómo era la vida en los otros tiempos, cuando el mundo se detenía ante la agonía de un Papa.

03/04/05