jueves, febrero 24, 2005

La deriva

Nevaba en Buenos Aires, como de costumbre.
Solo los viejos y los chiquitos de Jardín salían asombrados, mirando hacia las nubes como interrogándolas. Todos sabemos que antiguamente no nevaba en esta ciudad. Pero no deja de impresionarme el hecho de que solo los chiquitos y los abuelos festejen asombrados la caída monótona y tenue de esta nieve sucia que nos toca recibir acá, en el Sur del Mundo.
Desde la gran ruptura de 2079, cuando Argentina se rajó a la altura del Río de la Plata, y Buenos Aires derivó hacia el Sur durante cincuenta años, nada sucede que pueda sorprendernos demasiado.Los habitantes quedaron tan impresionados que, casi todos, perdieron el habla o la cordura. Siguieron criando hijos solo por pura biología: no había gobierno, ni economía ni, casi, civilización en esas décadas de navegación hacia el Sur.
Durante medio siglo bajamos por el meridiano 60 hasta chocar con Santa Cruz y con las Islas Malvinas, las cuales se hundieron con estrépito.
Santa Cruz quedó a nuestras espaldas, entre los Andes y la Sierra de la Ventana y la de Tandil, alejada para siempre del mar. Lo peor fue Bahía Blanca, destrozada por el impacto, hundida para siempre. (Entre nos, tampoco se perdió tanto: una ciudad costera que siempre le dio la espalda al mar merecía ese final).
Víctimas no hubo porque la cosa era tan lenta que daba tiempo a todas las migraciones necesarias. Solo algunos viejos empeñados en la nostalgia habrán muerto tomando una ginebra en su bar de barrio, mientras su mundo terminaba. Hay filmaciones, cámaras testigo que vía la web mostraron el momento del impacto. Los más audaces organizaron contingentes turísticos, con éxito. Finlandeses, suecos y canadienses venían en masa a apreciar el espectáculo. Pero no se sabe qué los excitaba más: el desastre geológico inconmensurable de medio país vagando por el mar hacia el impacto, o una sociedad tan quebrada como su tierra, tan a la deriva, que había cedido temporariamente el control a las Naciones Unidas. No había ni gobierno, ni economía: éramos un Territorio Internacional Libre, administrado vía Internet IV, con algunos representantes que casi siempre estaban un par de días y regresaban asustados.
Es que no es fácil vivir en un terremoto permanente, de baja intensidad, pero perenne. Un bramido que se escucha, sobre todo, en la calma de la medianoche, bajo tu almohada, muy bajo tu almohada. Sabes que ahí, a unos cientos de kilómetros, tu pedazo de continente se desliza de panza contra el magma, dando pequeñas cabriolas, como esos saltos que dan los aviones en las turbulencias; sabemos que no se caerá por eso, pero nada impide sudar frío en cada sacudida. ¿Y si esta maldita cáscara se parte justo acá, en mi cama? Esa sensación enloquece a cualquiera.
Para colmo, sucedía. Así como caen aviones en las tormentas, pese a la cara de seguridad que siempre tienen las azafatas y pilotos, así, Buenos Aires se rajaba, cada tanto. Grietas enormes engullían poblaciones enteras una vez cada, se calculaba, diez años. La más monstruosa remontó el Salado arriba, quebrando la llanura en dos y engullendo el pueblo casi deshabitado de Pila. Los porteños tomaron en masa la Ruta Dos para ver el espectáculo: la vieja y orgullosa Estancia de los Guerrico, del otro lado del Salado, se había desplazado veinte kilómetros y fue casi barrida por el maremoto que llegó después. Por suerte, su viejo casco y el parque aún permanecen.

De modo que, decía, nevaba en Buenos Aires. Y yo tenía que presentarme en Jefatura de Gabinete. El Gobierno se había recompuesto en 2140 y yo- como tantos otros- era empleado en la más magnífica burocracia creada desde mediados del siglo veinte en nuestro país.
Varios hechos han quedado demostrados luego de décadas de dominio de la geología: el clima hace modificar seriamente las costumbres de la gente. Soy geo-psicólogo y mi función, en este gobierno es medir, estudiar y trazar escenarios de modificación de la personalidad, hábitos y comportamientos de la gente como consecuencia de la hecatombe geológica, especialmente las que son causadas por el cambio climático (la transformación de Buenos Aires de una tierra cálido-templada en un páramo frío). Por eso, cuando nieva me lanzo a la calle con mis cámaras y grabadores y registro miradas, comentarios, gestos de la gente. ¿Miran a las nubes preguntando por qué?: son viejos atados al pasado, sobrevivientes de la larga marcha al sur, gente inútil para los fines que el Gobierno, originado en el Mandato de Naciones Unidas, se ha propuesto. Mi deber es identificar a esos especímenes a fin de impedirles votar y ejercer otros derechos constitucionales.
También trato de reconocer poblaciones de neo-nostálgicos. Gente joven pero que merced a algún mecanismo aún desconocido sigue aferrada al pasado, diríamos, casi genéticamente . Lloran sin dar explicaciones, se emocionan con la lluvia cayendo lenta, aborrecen las nevadas, se niegan a mirar el mar azul: extrañan la caliente y húmeda Buenos Aires del siglo XX y su barrosa costanera. Me pregunto si son recuperables. Y trabajo para ello. O sea, lo mío no es solo represión (antigua palabra) sino posibilidades de mejora y readaptación de grupos humanos.
Como he dicho, pocos escaparon de la locura y pocas familias, por lo tanto, son sanas. La neurosis obsesiva, la paranoia y la propensión al suicidio (tenemos , lejos, la tasa más alta del mundo) obligan a tomar a la Geo-psicología como Cuestión de Estado.

Iba a Jefatura de Gabinete con la sospecha de que me comunicarían una noticia largamente esperada: mi nombramiento como Ministro de Asuntos Humanos.
Me había puesto mi mejor traje: una hermosa réplica del que usó Napoleón el día de su coronación como Emperador ante el Papa. No era para menos. En este país no queda nadie cuerdo, pero al menos, hay que lucir la locura con elegancia.

19-02-05